EL CARRO DE LA COMPRA

Cada vez me gusta más mi carrito de la compra. Alguna vez me ha pasado que, al salir de la estación de cercanías a la vuelta del trabajo, he decidido pasarme a por una chuminada al supermercado al lado de casa, y he acabado cargada hasta las trancas.

Y esos momentos en los que el cajero/cajera empieza a pasar tus productos a la velocidad del rayo y te pregunta:

  • ¿Bolsa quiere?
  • Sí, por favor
  • ¿grande o pequeña? ¿cuántas quiere?

No sé qué contestar, prefiero que mis hijos me pregunten de dónde vienen los niños. No mido, no tengo ni idea, siempre me quedo corta. En una ocasión le dije al cajero: “¿tú cuántas dirías, que tienes más experiencia?” pues la pregunta y la alusión a sus conocimientos no le hicieron ni puñetera gracia, triplicó la velocidad de paso de los códigos de barras y creo que se le pasó por la cabeza tirarme las bolsas a la cara.

Ya me están poniendo el datáfono para el pin, y no hay vuelta atrás, las bolsas ya están pedidas, la cuenta cerrada y la decisión tomada, con lo que hay me tengo que apañar. Me quedan por lo menos diez productos por guardar, entre ellos huevos y pan de molde, a ver dónde pongo cada cosa para que no acabe aplastado o roto por el suelo.

Además, en esos momentos de sudores fríos, cuando todo se ha ralentizado a mi alrededor, pasan al siguiente cliente, que lleva un rato clavándome la mirada en la nuca. El cajero/cajera mueve una madera, que hace de frontera entre tu desastrosa compra y la del siguiente, que no para de resoplar por el atasco que estás montando en la caja tres.

Bueno, no pasa nada, las naranjas y la leche no van en bolsa. El queso rallado y el bote de mermelada, pueden ir en los bolsillos del abrigo; el papel higiénico también tiene un asa estupenda y no pesa nada; los huevos los meto en el bolso, que es bastante grande; creo que voy a comerme el kilo de plátanos, porque no caben en ninguna parte.

Voy a casa haciendo equilibrios imposibles, y con doscientos kilos mal repartidos. Algunas asas dejan marcas en la mano, mientras que otras no resisten la presión y se rompen. Con la nariz consigo llamar al telefonillo y pedir ayuda a mis hijos que, cuando acuden, me encuentran haciendo equilibrios con el papel higiénico y los huevos.

En fin, que con mi carrito de la compra voy tan contenta, no gasto tanto plástico y con sus ruedas (que tiene cuatro) voy más ancha que larga. Si al salir del tren, me entran ganas de ir a por algunas cosillas que me hacen falta para la cena, supero la tentación y voy antes a por mi carro.

Hay quien cuando acaba el año hace balance y propósitos, yo acabo con un sincero homenaje a mi carro de la compra… ¡FELIZ 2020!

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