Cuando la frase empieza así: “mamá, todas las madres de los de mi clase…” (también válido en versión papá) tu ya no oyes mas, porque estás buceando en tu mente, pensando: claro, es que yo no hago caso, trabajo mucho, no llego al cole, no puedo hacer lo que hacen todas las madres (sea lo que fuere).
Y no es un pensamiento objetivo, porque estamos un poco todas/todos por el estilo, sacando tiempo debajo de las piedras y haciendo lo que podemos. No es posible que todas, excepto tu, hayan hecho algo… pero tu hijo parece pensar que eres la única que no cumple, y está tristón reclamando atención por tu parte.
Pues dije que sí, que lo haría, y os esteréis preguntando a qué accedí… pues a ir a hablar de mi profesión, a niños de tercero de infantil.
Y fue una cagada, por muchos motivos. El principal es que me dedicaba entonces al fiscal, y no es el trabajo soñado ni atrayente para niños de cuatro o cinco años (vamos, que como alguno me diga que de mayor quiere ser asesor tributario, me quedo “muerta matá”). Además hay que competir con padres y madres con trabajos molones como médico, militar, pilotos y hasta un cantante (ya sabéis que mi hija mayor intentó en su día que fuese a hablar de mi profesión, esa vez no piqué).
Como dije que iba, y mi hijo ya había advertido a medio colegio del speech sobre mi profesión, me plantee dos opciones:
OPCIÓN A: en forma de cuento relatarles que hay un hombre malo, que se llama Montoro, que se lleva el dinero de los habitantes de un país (los contribuyentes). Pero ahí estaba yo, como una súper-heroína (algo así como supertaxwoman) para decir: “atrás villano, la cantidad que te quieres llevar está por verse” Y tenía poderes como un rayo deductor, un bolsillo lleno de bonificaciones… cualquier cosa que neutralice al malo, malísimo de Montoro.
OPCIÓN B: yo explicaba a los niños, de manera simplificada, qué son los impuestos y lo que se hace con el dinero que recauda la Agencia Tributaria: hospitales, carreteras, servicios públicos en general. Y mi trabajo consistía en recaudar de mi empresa (una Universidad por aquellos entonces) la cantidad que nos toca justamente aportar, para contribuir al Estado de Bienestar.
La cagué, escogí la opción B. Cuando entré por la puerta, todo estaba en orden. La profesora había puesto a los niños sentados en el suelo, y me colocó una silla de las pequeñas (para tener mejor contacto visual). Me presentó y… ¡se fue! Ahí quedé sola ante el peligro y, como os podéis figurar, la tranquilidad duró aproximadamente un segundo (o incluso alguna décima menos…)
Llevé una caja con unas pulseritas de merchandising que me dieron en Marketing, y un enano no hacía mas que cotillear e intentar abrir la caja, y mi bolso de paso. Mi hijo se puso a mi lado, orgulloso el, y defendía mis pertenencias del abusón.
Mi discurso se vio tremendamente mermado y creo que sólo atendió una niña, que fue la única que se mantuvo en su sitio, con cara asustada.
Les di las pulseras, y eso fue lo único que captó su atención, aunque también generó conflicto porque todos querían ir primeros.
La profesora se acercó a la puerta y desde fuera me levantó un dedo modo de like, para saber qué tal iba todo. Yo hice el gesto contrario (modo César que no perdona la vida al gladiador) porque necesitaba asistencia profesional, para restaurar el orden en la sala. Fue entrar la profesora por la puerta, y todos se tranquilizaron y volvieron a su sitio, como si no hubieran roto un plato. ¡Qué admiración sentí por esa mujer! ¡Qué control de la situación!
Os puedo decir que no se enteraron absolutamente de nada. En el chat de madres alguna dijo: “a mi hijo le ha encantado tu charla, ¿no sabía yo que eras profesora?” (¡y yo tampoco! 😉 )
¡Feliz puente!
PD: ¿qué os parecen las supertaxwoman que han hecho mis hijos? (foto destacada y foto del blog, ¡geniales!)